Disputas por el territorio

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Ciudad Vieja palpita, ecléctica, seductora. Apenas unas hojas acarician su piel de cemento, los viejos edificios acumulan años, cicatrices, el polvo que van dejando a su paso las obras de nuevos emprendimientos, la rehabilitación urbana que irrumpe de la mano de las inversiones público-privadas.

También están los edificios abandonados, cautivos de la especulación inmobiliaria.

A lo que vive hoy este barrio portuario algunos le llaman gentrificación, un término acuñado por primera vez en los años 60 por Ruth Glass para explicar un proceso que se dio en Londres por el que muchos barrios obreros fueron revitalizados para formar nuevos enclaves poblacionales, con gente “más linda y creativa”. La fórmula del concepto aparentemente es sencilla: desplazamiento de cierta población y reinversión económica en las viviendas del barrio.

Sitiados

Si se hace por la avenida 18 de Julio, la entrada a la Ciudad Vieja muestra distintos paradigmas de la especulación inmobiliaria. Del lado izquierdo, está el edificio Royal, en Andes y 18, desalojado en setiembre del año pasado a partir de las acciones legales impulsadas por el empresario Juan Lestido. Justo unos meses antes del desalojo de las 25 familias que habitaban ese edificio, había sido destruido el proyecto habitacional del CH20, cuya demolición podría estar vinculada a la conveniente proximidad de un emprendimiento inmobiliario al que le faltaba vista al mar.

También en Andes y 18, pero del otro lado de la avenida, se encuentra el Jockey Club, comprado a principios de 2000 y remodelado recientemente por el grupo Pestana. Cordialmente en su página web “invita a sus visitantes a emprender un viaje en el tiempo y el espacio […] dentro de [esa] joya arquitectónica de la ciudad que ha sido cuidadosamente remodelada”.

De acuerdo a lo señalado por diversos autores (Janoschka, Sequera, Slater), la gentrificación puede ser positiva pero sólo para los gentrificadores, los administradores de la ciudad y particularmente los dueños del capital.

Más allá del rigor terminológico, en este barrio la cotidianidad muestra inevitablemente las tensiones de las luchas territoriales, la identidad, la apuesta del gobierno por la hipervigilancia, por la apropiación de los espacios y la diseminación de ciertos discursos que hoy parecen prédica eclesial.

Tenemos entonces que lidiar con las contradicciones que impone la convivencia de un slogan que afirma que la ciudad es nuestra y las imperiosas reglas del mercado que exigen la relocalización de familias enteras.

¿Cómo se vincula la especulación inmobiliaria y la reivindicación de nuevas formas de propiedad colectiva? ¿Cómo interactúa la normativa de limpieza social para preservar las calles libres de “lumpenaje”, como lo es la ley de faltas, y la expectativa popular de vivir la ciudad como un derecho? ¿Cómo se articulan los reclamos de vivienda de los nuevos migrantes sin que se propicie, con el aval del Estado, la construcción de guetos en función del origen nacional de los pobladores? ¿Cómo resuelve una ciudad pretendidamente inclusiva las tensiones del acoso callejero sin tener que recurrir a medidas punitivas como han reclamado algunos sectores feministas?

Dos historias breves en Ciudad Vieja me conectan con este proceso.

Mi cuerpo, ¿mi territorio?

Está atardeciendo pero queda aún el eco del bullicio de las horas pico, quedan los rastros de los oficinistas apurados, los montacargas.

Emergen los nuevos rostros del “cosmopolitismo herido”, ese concepto extraído de un libro de Homi K Bhabha, mientras veo los rostros tristes de los migrantes que me esquivan.

Doblo en la calle Colón y sorprendo a un hombre sobre un colchón de basura. Devora todo lo que encuentra, escarba e introduce en su boca aquello que sea blando al tacto. Un líquido ocre se escurre por su boca. Según la ley de faltas, la 19.120, su presencia altera el orden público, la convivencia ciudadana, las buenas costumbres de la capital iberoamericana de la cultura.

El legislador afinó el lápiz, y si fuera llevado ante un juez, sería posible que declararan a ese hombre culpable y deudor de más de 30 horas de trabajo comunitario: “Faltas por la afectación y el deterioro de los espacios públicos”, dicta el manual que codifica las penas. Me mira; más allá de las escleróticas amarillas, de los pelos que dominan sin tregua esa piel negra, hay unos ojos mirando. ¿De qué precipicio cayó, desde dónde viene rodando esa vida revuelta entre los desechos de una humanidad que lo desprecia?

Me obligo a no cruzar la vereda, a no tener miedo, pero sin quitarme la mirada de encima aquel hombre empieza a tirar frenéticamente de su pene mugriento.

Súbitamente él tiene el control de la situación.

¿Podría hablar de acoso callejero o de dominación patriarcal o de que este hombre me ha robado mi derecho a la ciudad, a transitar tranquila sin insinuaciones ni obscenidades de ningún tipo?

¿Cómo se vinculan iniciativas como la ley de faltas y la necesidad de implementar medidas contra el acoso?

En los últimos años los reclamos sobre acoso callejero han centrado los debates sobre la necesidad de legislar al respecto, visibilizar esta forma de violencia en el espacio público y habilitar mecanismos de castigo contra los agresores. El acoso callejero ha sido considerado por activistas un tema de relevancia en la agenda de la seguridad ciudadana, pero paradójicamente es el único reclamo (junto con el feminicidio) que desde la sociedad civil incorpora en su tratamiento una aparente necesidad de mano dura.

La ley de faltas, por su parte, es un buen ejemplo para visibilizar las dificultades que conlleva construir una narrativa común en torno a la convivencia en el espacio público. Sin duda, esta ley es un esfuerzo legislativo que fracasó, logrando consolidarse como una de las normativas más reaccionarias de los últimos años: al tiempo que justifica la limpieza social le da armas al proceso de criminalización primaria ejercido por la policía.

Paraísos

Los grafitis en las paredes daban testimonio de similares sufrimientos. “Golpe de dolor” estaba escrito en una pared junto a un pedazo de muro desgarrado donde permanecían las huellas de unos nudillos anónimos.

Ese universo olía a enfermo, a pobreza y olvido. El hipoclorito no lavaba el olor a muerte que se colaba entre los corredores.

Las figuras tristes esperaban en una sala donde de a ratos jesucristo, los santos y las virgencitas eran evocados, pero si es que hay un dios, en ese lugar su ausencia era evidente.

La puerta se abrió para matar la incertidumbre de una separación inminente.

Las noticias buenas no llegaron y a las 17.30 anunciaron la muerte de Sofía, una compañera migrante radicada en Uruguay hace más de 25 años.

Las lágrimas desbordaron y vino el luto.

Así terminamos la jornada de un día que se hizo eterno. Era agosto.

Ese mismo día pero a las nueve de la mañana, junto a Sofía y otras 15 mujeres, asistimos a una jornada inspirada en el trabajo desarrollado por los Iconoclasistas, un dúo formado por Pablo Ares y Julia Risler, quienes han impulsado talleres de investigación colaborativa a fin de construir relatos colectivos críticos sobre el territorio.

La actividad se desarrolló en la sede del Proyecto CasaMario(1) (en pleno “Bajo” de Ciudad Vieja: Piedras 627).

Esa mañana buscamos plasmar colectivamente los recorridos urbanos, lugares de trabajo, habitación, recreación, itinerarios burocráticos, de atención de salud y envío de remesas del grupo de mujeres migrantes.

Después de desarrollar esta primera instancia de “mapeo colectivo”, durante el almuerzo, la compañera Sofía se levantó, atravesó la calle y fue al restaurante vecino Contigo Perú a pedir un condimento.

En el mostrador del local gastronómico le dio un derrame cerebral, su cuerpo yacía a unos pocos metros de CasaMario y pudimos saberlo unos minutos después. Se pidió telefónicamente una ambulancia y acudieron dos patrullas.

La violencia policial se respiraba. ¿Cuánto desprecio pueden albergar dos oficiales para pedir la cédula de identidad a una mujer inconsciente?

Tardíamente fue trasladada al Hospital Maciel.

En ese momento nos preguntamos qué hubiera ocurrido si Sofía hubiese sufrido el derrame cerebral en la Casona Mauá o en el local de CasaMario, predios ubicados en el mismo perímetro de una T imaginaria formada entre las calles Piedras y Bartolomé Mitre.

La transición del proceso de “elitización” que constituye la gentrificación quizá sugiere que mientras no haya sido homogeneizado un barrio el número de puerta opera como un instrumento de segregación en una misma calle.

En este caso, llevado a cabo por la Seccional 1a.

Hologramas

Diversos autores han afirmado que el término gentrification, al ser un concepto importado, tendría que adaptarse a la forma de comprender los procesos de desplazamiento en las ciudades de América Latina.

Esto implicaría, según sugieren los especialistas, la profundización de tres dimensiones clave que son inherentes a los procesos de gentrificación en el continente: “(i) la creación y rearticulación de los mercados inmobiliarios; (ii) las dimensiones simbólicas de la gentrificación; y (iii) la importancia que tienen las distintas formas de desplazamiento”.

En 2004 Mijal Tier escribió: “Por ahora no se puede constatar que la reestructuración urbana siga al modelo de la llamada gentrificación. Hasta el momento no existen propósitos de un recambio radical de la población residencial”. No sé qué tanto pueda defenderse esa afirmación hoy.

Nuestra Montevideo latina, ¿vive hoy el mismo proceso que vivió Ciudad de México o Buenos Aires?

Las miradas y expectativas de vecinos, clubes deportivos, organizaciones sociales, cooperativas de vivienda, empresarios y comerciantes, urbanistas, artistas y autoridades locales, ¿dónde se encuentran? ¿En qué espacios, en qué intersecciones?

Aunque se pretenda sintetizar en un monograma armónico el modelo de ciudad que queremos habitar, hoy hay un territorio en disputa.

Mientras tanto, las historias anónimas construyen un relato de ciudad de la ciudad que muta, que se aleja y que deviene otra, innombrable.

(1) CasaMario es un proyecto de gestión autónoma para el desarrollo de la producción colectiva artística y en colaboración; elaboración de curadurías colectivas y procesos críticos en los modos de hacer. La cesión en préstamo de las casas forma parte del Programa de Apoyo a la Cultura de Casona Mauá que busca potenciar el sector artístico dentro del ámbito privado.

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