Lenguas tortísimas

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Desde el Río de la Plata, emerge la Ética tortillera (Madreselva, 2015), de Virginia Cano, una recopilación de ensayos que ha sido considerada uno de los “aportes sudacas” más significativos de los últimos años a la teoría queer. Para transitar por el camino de esta ética, Cano —mujer, lesbiana, feminista— cuestiona el rigor de una academia heteronormativa, que en su afán por la objetividad “expulsa de sus solemnes teorizaciones la contingencia del deseo de cuerpos que encarnan ficciones, significaciones y silencios”. La (im)propia sexualidad, según Cano, no puede ser narrada desde la asepsia teórica. El lesbianismo no puede ser entendido sino desde la propia experiencia “tortillera”. El pensamiento hegemónicamente viril, heterosexual y blanco domina el espacio académico, y desde allí, deben disputarse y negociarse los saberes no legitimados. Para reinventar el conocimiento sometido, reivindica la militancia académica como un lugar desde donde hacer política, ya que allí operan “codificaciones de poder susceptibles de ser interrumpidas”. En este sentido, Cano hace un esbozo de una política académica de la disidencia sexual para hacer frente a la misoginia que prevalece aun en esos espacios. Asume que el sexo es texto, y que su militancia y trabajo académico se ven atravesados por su práctica amatoria, filosófica e intelectual. De la mano de Nietzsche y Butler su discurso emerge “entre la que coge y la que escribe e intenta esbozar una (est)ética tortillera en el modo de una ars lesbiana”. La “ética marica” de Pablo Vidarte la convoca a proponer una ética lesbiana, como construcción de un territorio desde donde narrarse, resistir y trascender los exilios. Retoma la exposición de motivos de Vidarte sobre lo que implica una ética disidente: “La fundación o proclamación de una ética siempre es una operación de poder, de opresión, de control social. Salvo quizás en el caso de una ética de emancipación, una ética revolucionaria, una ética libertaria, una ética de lucha contra una situación de marginación y de privilegios ajenos”. Intenta filosofar con el martillo a la usanza de Nietzsche. Pero pretende hacerlo con la labrys; el hacha amazónica busca irrumpir como una crítica a la razón heterosexual, como modelo de construcción hacia una lesbianización del saber. Esta propuesta no escapa a las tensiones; allí donde hay posibilidad de enunciación la autora plantea la fuerte contradicción que se presenta al interior del lesbianismo ante las categorías con las que se clasifican, se identifican, se diferencian. La lista es larga pero se refiere a algunas: torta pura, torta de paladar negro, torta platense, torta intelectual, publicada, poeta, torta dandy, metalera, tortón patrio, torta cheta, torta renga, torta nueva, torta muda, torta autónoma, torta anarquista, torta trans, torta facha, torta transfóbica, torta vieja, torta peluda, abortorta, chonga, chonguito, femme-punk, femme-andro, tomboy, torta churrasquito, la latinoamericana, criptolesbiana, closetera, chongo-activo, femme metrosexual, chongo versátil, stone-butch, chongo alfa. Esta taxonomía que surge de un ojo lesbiano, un “ethos colectivo y comunitario”, puede dividirse en tres ejes: eje estético, eje sexo-afectivo, eje geopolítico. Al tiempo que señala los aspectos positivos de estas categorías, advierte que también pueden ser motivo de jerarquías y subordinaciones varias, de criterios de pureza y corrección; tecnologías tan normativas y coercitivas como aquellas de las que tratan de huir. Ser o no ser Existen diversas contribuciones para analizar el carácter político de la heterosexualidad y la matriz que se esconde detrás de un contrato social que normaliza su imposición. Virginia Cano analiza la potencia contranatural de las lesbianas en los estudios de Monique Witting dando cuenta de los aspectos en los que esta autora francesa y los contractualistas coinciden: “La construcción artificial e hipotética de un estado de naturaleza permite explicar, legitimar y validar modos específicos de organización social y política. Es siempre en función de un interés ético-político que se especifica una supuesta naturaleza esencial”. En este sentido, Witting, al decir de Cano, planteaba que “la diferencia sexual que define dos sexos es una formación imaginaria que coloca a la naturaleza como causa, cuando en realidad es la opresión de los hombres la que crea el sexo y no al revés […], el contrato social que rige nuestra existencia tiene la forma de un pacto injusto heredado en el que se produce una ‘desigualdad política’ y no natural establecida por el consenso de los hombres”. En la ética de Cano ser lesbiana implica declinar el contrato social pero no con el enfoque propuesto por Witting, quien ha manifestado que “rechazar el pacto fundado en la heterosexualidad implica destruir la categoría mujer”. El punto de partida de esta autora se basa en la siguiente consideración: “Las lesbianas no son mujeres”. Cano coincide que asumirse lesbiana implica declinar un pacto injusto y constituirse en el “monstruo de la doble transgresión social-natural”. Sin embargo, plantea que reinscribir la figura de la lesbiana como mujer supone desnaturalizar el régimen prescriptivo del sexo-género. Lejos de afirmar “una ontología dual y jerarquizante”, estima que es posible y deseable “reivindicar la identidad lésbico-feminista, en la reescritura inacabada de un heredado contrato social”. Manifiesta que declinar el contrato social impuesto es el exilio. Pero la autora apuesta por un exilio que no sea sólo vacío y silencio, sino también la ocasión de reinventar lenguas, ficciones: “Transformar el silencio caníbal en voz viva”. Los exilios Cano asume que la primera vez que se dijo a sí misma que era gay lo hizo en inglés, “I’m gay”, asumiendo “el anuncio de cierta condición extranjera, una manera de aceptar su homosexualidad y el extraño exilio que viene con ella”. En ese nombrarse gay no sólo está la huella de la extranjerización sino también la invisibilización del lesbianismo, “la imposibilidad de dar con una práctica significante que poblara el vacío de su indecibilidad”. Cuando era niña había escuchado el término “homosexual” varias veces, pero no recordaba haber escuchado la palabra “lesbiana”. La primera vez que la escuchó era empleada como denuncia y burla al mismo tiempo: “Lesbiana era la designación, el nombre con que sus compañeros se burlaron de su muy masculina y tortísima profesora de educación física”. En este sentido, la fórmula de Witting para superar la invisibilidad de las mujeres, “destruir la categoría mujer como forma de supervivencia”, no considera que la invisibilidad es también la base de un sistema opresor que castiga a las lesbianas. Más allá de la orientación sexual, el patriarcado, hace invisibles a las mujeres como seres sociales aunque como seres sexuales sean visibilizadas en tanto son consideradas objetos de deseo y apropiación. La lengua tortillera El lenguaje está plagado de relaciones de dominación y resistencia, por lo que considerar al tortismo como una mirada del mundo que proporciona una lengua propia, otra forma de narrarse y fantasear, implica transformar el insulto dirigido a disciplinar y estigmatizar, transitar del veredicto y la injuria al orgullo, a una ética propia. Tal como lo ha señalado Didier Eribon: “La injuria no es solamente una palabra que describe. No se conforma con anunciarme lo que soy. Si alguien me tacha de ‘sucio marica’ (o ‘sucio negro’) no trata de comunicarme una información sobre mí mismo. El que lanza el ultraje me hace saber que tiene poder sobre mí, que estoy a su merced. Y ese poder es, en principio, el de herirme. El de estampar en mi conciencia esa herida e inscribir la vergüenza en lo más profundo de mi espíritu. Esta conciencia herida y avergonzada de sí misma se convierte en un elemento constitutivo de mi personalidad […]. La injuria produce efectos profundos en la conciencia de un individuo porque le dice: ‘te asimilo a’, ‘te reduzco a’ […] La injuria me dice lo que soy en la misma medida en que me hace ser lo que soy”. Cano argumenta que el lenguaje juega un papel fundamental en este proceso de subversión: “Si en él se encuentran las categorías y conceptos que oprimen nuestra existencia, la punta de lanza puede ser la reinvención o recreación gramático-escritural”. Siguiendo la línea de Macky Corbalán, entiende que el lenguaje es la primera militancia; desde el cómo “se narra” se pugna por nuevos sentidos. Y por esa misma razón no desconoce que aceptar la propia enunciación de la palabra queer sin problematizarla invisibiliza el sesgo colonial (idiomático) implícito. Ética tortillera lo puede leer cualquiera, y aunque el libro está plagado de equis y arrobas, no es un libro para todos. La lectura por momentos evoca a Red Room, la obra de Louise Bourgeois, que logra colocar al espectador  como espía, vouyerista. La lectura nos coloca frente a una pequeña rendija desde la cual husmear en las infidencias de un sector de la “caótica y prolífera” militancia lesbiana. Y a pesar de los importantes aportes, a lo largo del texto no se plantean los efectos de otras formas de dominación que intersectan los “cuerpos lesbianos”, sometimientos que muchas veces van más allá de las políticas identitarias y que producen otros exilios y abyecciones.

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