Andrea Panini está viva.
Con su ausencia nos obligó a mirar su rostro y conocer las batallas que ha librado para salvarse de la violencia y los hostigamientos por parte de su agresor; todo el peso que recae sobre sus hombros ante las obturaciones burocráticas, los sesgos machistas y misóginos, los miles de laberintos judiciales recorridos.
Desde 2018 Andrea enfrentó la situación de violencia que sufría dando cuenta a las autoridades, acudió a los servicios especializados en los lugares donde estuvo, denunció a su agresor ante defensores públicos, psicólogas, familiares, vecinos y vecinas, ante la Justicia.
Andrea intentó enfrentar la situación que atravesaba con las herramientas que el sistema pudo ofrecerle. Pero también padeció otras formas de violencia cuando fue careada con su agresor aun cuando este tenía medidas de alejamiento, cuando fue a una audiencia sin ser asistida por un defensor, cuando se minimizaron los incumplimientos de las medidas de alejamiento o cuando como forma de escarnio el agresor la denunció las veces que pudo como forma de “vendetta judicial”.
Durante su desaparición fue posible constatar lo que muchas mujeres han padecido y padecen cuando la violencia atraviesa cuerpos y vidas, las pocas herramientas con las que se cuenta cuando se decide denunciar a agresores que logran “hacer creer” que sus violencias son “denuncias cruzadas”, los vacíos legales para hacer frente a una desaparición en contexto de violencia basada en género, la insuficiencia de los protocolos de búsqueda de personas ausentes, la forma en que en los juzgados a lo largo y ancho del país, como el de Atlántida, a pesar de los esfuerzos, las mujeres se encuentran con sus agresores, la desidia de ciertas autoridades y su incomprensión a la hora de ofrecer la atenta escucha a familiares y víctimas.
La visibilidad del caso de Andrea también debe permitirnos no olvidar que en cada número que consignan los registros de “ausentes” hay cientos de vidas en suspenso.
En 2019 las madres y hermanas de Milagros, Sandra, Yeniffer, Florencia y Ana Laura presentaron una denuncia ante la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo ante la falta de debida diligencia por parte de las autoridades responsables de su búsqueda y de la investigación de los hechos en torno a estas desapariciones ocurridas en 2008, 2011, 2016, 2018 y 2019. En estos casos, como en tantos otros, en un cajón están las pocas pistas que conectan los pedazos de historia y no se ha hecho nada por buscarlas y encontrarlas. Invitan a familiares a que investiguen, a que consigan pruebas, a que sostengan altivamente y con fuerza el coraje que le falta a la institucionalidad para investigar, buscar, desarmar la trama.1
También nos mostró las redes de enormes mujeres que siempre acompañan, sostienen y sufren en carne propia la angustia y el dolor que produce la violencia machista y sus posibles consecuencias. En estos días pudimos ver lo mucho que incomoda la ley integral de violencia basada en género (19.580), el rol fundamental de la unidad de víctimas de Fiscalía, y la difícil tarea que implica vencer los estereotipos, tanto entre los fiscales como en los medios de comunicación, en la propia comunidad. Nos queda un enorme trecho para entender la complejidad de un fenómeno como la violencia basada en género y sus cientos de caras.
El empecinamiento por difamar a las víctimas muestra también la dimensión simbólica de la violencia de género.
Ahora a Andrea le toca enfrentar el precio de no haber aparecido en una zanja y constituirse en lo que el morbo agazapado de comentaristas y espectadores espera de alguien que sufrió algún tipo de violencia: o bien constituirse como una “buena víctima”, o ser juzgada con todo el peso de la ley por ser “mala madre”.
Ileana Arduino ha llamado “golpe de domesticación” a este modo de tramitar estas situaciones; como una parte indispensable de la violencia expresiva, está dirigida a las que escuchan: mujeres, aprendan a ser buenas chicas y vean cuál es el lugar correcto, y si aun así las cosas van mal, al menos serán confirmadas como buenas víctimas. Incluso si mueren, podrán ser víctimas perfectas.
Tenemos la segunda oportunidad que pedíamos. Estamos vivas. Es necesario redoblar los esfuerzos y acompañar a Andrea y a las otras mujeres que como ella sostienen, como pueden, la presión y ansiedad que provoca poder rehacer una vida lejos de quien las violenta y agrede por el hecho de ser mujeres, madres, hermanas. Por el hecho de no tolerar que les alcen la voz, que les levanten la mano, que humillen a sus hijos, que las empujen, que les mientan, que les hagan perder sus empleos, que las hagan creer que no sirven para nada, por gorda, por muy puta o por muy flaca, o por mala madre.
El empecinamiento por difamar a las víctimas muestra también la dimensión simbólica de la violencia de género. El paradigma que acota la violencia de género al ámbito íntimo ha cambiado en los últimos años. La violencia de género es un asunto público y resulta inadmisible la forma en que se trivializa su tratamiento. ¿Qué preguntas no nos estamos haciendo y por qué? ¿Tiene que ocurrir una desgracia para que las autoridades reconozcan que no están haciendo las cosas “tan bien” como piensan y afirman?
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